El silencio del tiempo

El huerto era una parcela rectangular atravesada por una acequia en  diagonal. Esta moría detrás de una tapia.

 Una tapia encalada de blanco de un metro. 



La puerta de entrada estaba al final de ella. En el huerto había almendros, frutales y cítricos diversos.




El almendro cada primavera resplandecía con sus flores blancas. Contrastaban con una fuerza excepcional contra el cielo azul, limpio y caluroso de la estación.  



La aproximación con la naturaleza se producía al mirarlo, con un regocijo poco habitual.  Después llegaban las abejas. Entran, salen, en  un ejercicio regular, para que produzca sus frutos. 



El tronco tendría unos sesenta centímetros. Su madera es dura, con muchos surcos, envejecidos por el tiempo.  La copa bastante irregular ¿Qué habría visto y vivido? Las ramas delgadas hacen aparecer sus hojas después de la floración. 

En verano aguanta los calores de forma estoica, y a su sombra nos guardamos,  bajo su suave brisa y el sonido de sus hojas, en muchos momentos. ¿Por qué habrá quedado en mi memoria la imagen del almendro? Siempre quise tener uno. Un almendro y un huerto.




Caballones con vitualla. Berzas y berenjenas. Coliflor y cebollas. Ajos y habas. Espinacas y alcachofas. 

También  hay un granado, un naranjo, membrillos, un limonero, un almecino, un alfóncigo  y una higuera.





Las aromáticas las he plantado junto a la alberca, pasear por allí te lleva a mil y un lugares cuando el aroma se queda prendido en tu mano al mover ligeramente las plantas.