Una tapia encalada de blanco de un metro.
La puerta de entrada estaba al final de
ella. En el huerto había almendros,
frutales y cítricos diversos.
El almendro cada primavera
resplandecía con sus flores blancas. Contrastaban con una fuerza excepcional
contra el cielo azul, limpio y caluroso de la estación.
La aproximación con la
naturaleza se producía al mirarlo, con un regocijo poco habitual. Después llegaban las abejas. Entran, salen,
en un ejercicio regular, para que produzca
sus frutos.
En verano aguanta los calores de forma estoica, y a su sombra nos
guardamos, bajo su suave brisa y el
sonido de sus hojas, en muchos momentos. ¿Por qué habrá quedado en mi memoria
la imagen del almendro? Siempre quise tener uno. Un almendro y un huerto.
También hay un granado, un naranjo, membrillos, un limonero, un almecino, un alfóncigo y una higuera.
Las aromáticas las he plantado junto a la alberca, pasear por allí te lleva a mil y un lugares cuando el aroma se queda prendido en tu mano al mover ligeramente las plantas.